Sueño, sol y sombra

Intentaste tapar las ventanas

Pero las luces te hunden en la cama

Y tú tan lejos

Fother Muckers

 

Son las 3 am estoy hirviendo agua para preparar unos tallarines. Desperté a las 7 de la tarde y solo he visto televisión y leído a ratos. Ya va un mes en que sigo con esta rutina. Siento un leve vértigo y una sensación de desconexión. Es lógico: duermo de día, como de noche, comparto con mi familia menos de cuatro horas y no salgo; la universidad está en paro y hablo más por chat que en persona, aunque esto último no me supone un problema. El retorno a clases será duro.

 

Seguí esta rutina por años mientras cursaba mi carrera universitaria. Es usual escucharla en otros amigos y compañeros. Mucho tallarín, mucho play, mucho espacio virtual y, sobre todo, mucho insomnio. Experimentamos las sensaciones del aislamiento por COVID 19 mucho antes de que ocurriera el COVID 19. Peor aún, algunos considerábamos ese ritmo de sueño y ese aislamiento nocturno como algo natural, parte del martirio universitario y, a veces, incluso encontrándonos cómodos en tal rutina. 

 

Como contrapunto pienso en mi mamá. Trabajó años en salud, específicamente en urgencias. Ambiciones y metas la llevaron a trabajar más de lo recomendable, y aunque consiguió todo lo que se propuso, ahora último sintió el coletazo de esos años de noctambulismo trabajólico. No podía dormir cuando correspondía. Siguió todos los consejos que pilló por internet y nada. No conciliaba el sueño o despertaba a mitad de la noche, abriendo los ojos como si ni siquiera los hubiese cerrado, para luego mirar el techo por horas. 

 

Relajación, té de hierbas, música ambiental y un sin fin de medidas parciales que solo la condujeron a terapia finalmente. En terapia ahondó en tensiones que escapaban a una mala higiene del sueño, descubrió que conversar con un profesional era tanto o más importante que las pastillas que la adormecían. Para cuando terminó de solucionar lo más grave de su trastorno siguió en terapia por gusto, porque le hacía bien. 

 

Ese esfuerzo por recuperar una vida sana hizo eco en mis hábitos también. Fue frustrante ver a mi mamá sentada, a orillas de la cama, con la luz fría del velador pegándole en la cara, esperando un poco de sueño. Por eso no podía dañarme a mí mismo viviendo de noche, menos jugando play o viendo tele. Por principio de imitación decidí prevenir en mi lo que sufrió mi mamá. A diferencia de ella solo tuve que seguir medidas de autocuidado para recuperar mi horario de sueño. 

 

Sin embargo, no creo que sea el caso de la mayoría, a veces los años de trasnoche y malos hábitos pasan la cuenta y puede ser un viaje sin retorno. Es una pena que haya gente que tenga que trabajar de noche: soportar el dormir de día, con la luz del sol pegándole en la cara, para despertar aturdidos a abrazar familiares que están terminando sus rutinas diurnas. De ahí que sea tan admirable el esfuerzo de los trabajadores de la salud, pero también de los nocheros, los porteros, los repartidores de rappi, panaderos y muchos otros. 

 

Está comprobado que necesitamos horas de luz solar, que nuestro horario circadiano y nuestro estado de ánimo depende de cuántas horas estemos expuestos a esta. El horario de sueño puede ser adaptable, pero no creo que sea recomendable mantener esa rutina por períodos largos de tiempo ni acompañado de una buena red de apoyo familiar y psicológica.

 

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